El Zarco. Cap.8
03.02.2015 15:14
QUIEN ERA EL ZARCO
Entretanto, y a la sazón que Manuela examinaba sus nuevas alhajas, el Zarco,
después de haber dejado las orillas de Yautepec, y de haber atravesado el río con la misma
precaución que había tenido al llegar, se dirigió por el amplio camino de la hacienda de
donde había descendido y que conducía a Xochimancas.
Era la medianoche, y la luna envolviéndose en espesos nubarrones, dejaba en vuelta la
tierra en sombras. La calzada de Atlihuayan estaba completamente solitaria, y los árboles
que la flanquean por uno y otro lado, proyectan una oscuridad siniestra y lúgubre, que
hacían más densa los fugaces y pálidos arabescos que producían los cocuyos y las
luciérnagas.
El bandido, conocedor de aquellos lugares, acostumbrado, como todos los hombre de su
clase, a ver un poco en la oscuridad, y más que todo, fiado en la sensibilidad exquisita de
su caballo, que la menor ruido extraño aguzaba las orejas y se detenía para prevenir a su
amo, marchaba paso a paso, pero con entera tranquilidad, pensando en la próxima dicha
que le ofrecía la posesión de Manuela.
Por fin, aquella hermosísima joven, cuya imagen había enardecido sus horas de insomnio
durante tantos meses, cuyo amor había sido su constante preocupación, aun en medio de
sus más sangrientas y arriesgadas aventuras, y cuya posesión le había parecido imposible
cuando la vio por primera vez en Cuernavaca y se enamoró de ella, iba a ser suya,
enteramente suya, iba a compartir su suerte y a hacerle saborear los dulcísimos deleites del
amor, a él que no había conocido hasta allí verdaderamente más que las punzantes
emociones del robo y del asesinato.
Su organización grosera y sensual, acostumbrada desde su juventud al vicio, conocía, es
verdad, los goces del amor material, comprados con el dinero del juego o del robo
arrancados en medio del terror de las víctimas, en una noche de asalto en las aldeas
indefensas; pero el Zarco sentía que no había querido nunca ni había deseado a una mujer
con aquella exaltación febril que experimento desde que comenzó a ver a Manuela,
asomada a su ventana, desde que la oyó hablar, y más todavía, desde que cruzó con ella las
primeras palabras de amor.
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el zarco
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