El Zarco.Cap.4
20.01.2015 11:32
A lo lejos, las montañas y las colinas formaban un marco negro y
espeso al cuadro gris en que se destacaban las oscuras masas de las haciendas, la faja
enorme de Yautepec, los cerros y las arboledas, y al pie de la colina que servía de mirador
al jinete se veían distinta mente los campos de cañas de Atlihuayan, salpicados de
luciérnagas, y en medio de ellos los grandes edificios de la hacienda con sus altas
chimeneas, sus bóvedas y sus ventanas llenas de luz. Aun se escuchaba el ruido de las
máquinas y el rumor lejano de los trabajadores y el canto melancólico con que los pobres
mulatos, a semejanza de sus abuelos los esclavos, entretienen sus fatigas o dan fin a sus
tares del día.
Ese aspecto tranquilo y apacible de la naturaleza y ese santo rumor de trabajo y de
movimiento, que parecía un himno de virtud, no parecieron hacer mella ninguna en el
ánimo del jinete, que sólo se preocupaba de la hora, porque después de haber permanecido
en muda contemplación por espacio de algunos minutos, se apeó del caballo, estuvo
paseándolo un rato en aquella meseta, después apretó el cincho, montó e interrogando de
nuevo a la luna y a las estrellas, continuó con su camino cautelosa mente y en silencio, a
poco estaba ya en la llanura y entraba en un ancho sendero que conducía a la tranca de la
hacienda; pero al llegar a una encrucijada tomó el camino que iba a Yautepec, dejando la
hacienda a su espalda.
Apenas acababa de entrar en el andando al paso, cuando vio pasar a poca distancia, y
caminando en dirección opuesta, a otro jinete que también iba al paso, montando un
magnífico caballo oscuro.
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